Paseo marítimo (LUIS GARCÍA MONTERO)
Será porque el amor tenía entonces
el color de las lámparas de gas
y yo tan pocos años que miraba
caer en las hamacas
una lenta experiencia de cansado
septiembre.
Era en las tardes últimas.
Sentados sobre el porche veíamos la luz.
Finales de verano por las enredaderas,
en los olivos secos,
las palmeras desnudas de un jardín
donde nada pasaba,
solamente la vida.
Con qué coraje, amor, y qué deprisa
se nos llenó más tarde
de paseos franceses y de farolas viejas.
Y era un tiempo feliz el que vivimos,
según dijeron luego. De mi infancia recuerdo
dos zapatos vacíos y azules en el suelo,
el olor de la casa,
sus ojos y los tuyos que llegaron despacio
igual que aquellos sueños
heridos tibiamente por un lápiz de labios,
carmín desesperado de posguerra.
Crecimos
en la oscura presencia de su risa,
sobre balcones altos y glorietas,
de espaldas al temor, a la miseria
que nos miraba a veces
desdibujadamente
desde la ventanilla del último autobús.
Perdón si os hice trampa
pero pienso que nada queda ya
si no es la huella
de este extraño placer que siento al describiros
(y el viejo tema de nuestra amistad).
Porque no es ya su pelo
y ni siquiera el tuyo que vendría más tarde,
sino algunas mañanas en que fuimos al muelle
y vimos solitarias
las lámparas de gas en las paredes,
los charcos sucios
de lluvia y de petróleo,
el mar, el mismo mar
latiendo en las mamparas,
los adoquines húmedos del puerto.
Allí,
bajo los hierros verdes y las grúas,
yo conocí tus ojos cansados de café.
De mi infancia recuerdo la bruma de los barcos
y una luna deshecha, tatuada en el mar.
Cuando otra vez se posan
en las playas del Cable y El Poniente
las luces o los pájaros,
he regresado aquí.
Quizás por eso tenga
alquilado el recuerdo
igual que una pensión por unas horas
y espero a que regresen los barcos mientras busco
las sandalias doradas de tu juventud
en los papeles viejos
de mi vida que hoy rompo.
Todo me llega débil como un baile lejano.
El mundo tiene a veces sabor de Noche Vieja.
Será porque el amor soñaba entonces
el color de las lámparas de gas
y yo recuerdo ahora
su fría insuficiencia, colgada sobre un mástil
que nos dejó en la tierra.
Entonces,
tal vez tú lo recuerdes,
nos hablaba en voz baja la luz de la ciudad.
el color de las lámparas de gas
y yo tan pocos años que miraba
caer en las hamacas
una lenta experiencia de cansado
septiembre.
Era en las tardes últimas.
Sentados sobre el porche veíamos la luz.
Finales de verano por las enredaderas,
en los olivos secos,
las palmeras desnudas de un jardín
donde nada pasaba,
solamente la vida.
Con qué coraje, amor, y qué deprisa
se nos llenó más tarde
de paseos franceses y de farolas viejas.
Y era un tiempo feliz el que vivimos,
según dijeron luego. De mi infancia recuerdo
dos zapatos vacíos y azules en el suelo,
el olor de la casa,
sus ojos y los tuyos que llegaron despacio
igual que aquellos sueños
heridos tibiamente por un lápiz de labios,
carmín desesperado de posguerra.
Crecimos
en la oscura presencia de su risa,
sobre balcones altos y glorietas,
de espaldas al temor, a la miseria
que nos miraba a veces
desdibujadamente
desde la ventanilla del último autobús.
Perdón si os hice trampa
pero pienso que nada queda ya
si no es la huella
de este extraño placer que siento al describiros
(y el viejo tema de nuestra amistad).
Porque no es ya su pelo
y ni siquiera el tuyo que vendría más tarde,
sino algunas mañanas en que fuimos al muelle
y vimos solitarias
las lámparas de gas en las paredes,
los charcos sucios
de lluvia y de petróleo,
el mar, el mismo mar
latiendo en las mamparas,
los adoquines húmedos del puerto.
Allí,
bajo los hierros verdes y las grúas,
yo conocí tus ojos cansados de café.
De mi infancia recuerdo la bruma de los barcos
y una luna deshecha, tatuada en el mar.
Cuando otra vez se posan
en las playas del Cable y El Poniente
las luces o los pájaros,
he regresado aquí.
Quizás por eso tenga
alquilado el recuerdo
igual que una pensión por unas horas
y espero a que regresen los barcos mientras busco
las sandalias doradas de tu juventud
en los papeles viejos
de mi vida que hoy rompo.
Todo me llega débil como un baile lejano.
El mundo tiene a veces sabor de Noche Vieja.
Será porque el amor soñaba entonces
el color de las lámparas de gas
y yo recuerdo ahora
su fría insuficiencia, colgada sobre un mástil
que nos dejó en la tierra.
Entonces,
tal vez tú lo recuerdes,
nos hablaba en voz baja la luz de la ciudad.
("El jardín extranjero" 1983)
Vivo sin vivir en mí
ResponderEliminarVivo sin vivir en mí,
y de tal manera espero,*
que muero porque no muero.
Vivo ya fuera de mí
después que muero de amor; 5
porque vivo en el Señor,
que me quiso para sí;
cuando el corazón le di
puse en él este letrero:
que muero porque no muero. 10
Esta divina prisión
del amor con que yo vivo
ha hecho a Dios mi cautivo,
y libre mi corazón;
y causa en mí tal pasión 15
ver a Dios mi prisionero,
que muero porque no muero.
¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros 20
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero,
que muero porque no muero.
¡Ay, qué vida tan amarga 25
do no se goza el Señor!
Porque si es dulce el amor,
no lo es la esperanza larga.
Quíteme Dios esta carga,
más pesada que el acero, 30
que muero porque no muero.
Sólo con la confianza
vivo de que he de morir,
porque muriendo, el vivir
me asegura mi esperanza. 35
Muerte do el vivir se alcanza,
no te tardes, que te espero,
que muero porque no muero.
Mira que el amor es fuerte,
vida, no me seas molesta; 40
mira que sólo te resta,
para ganarte, perderte.
Venga ya la dulce muerte,
el morir venga ligero,
que muero porque no muero. 45
Aquella vida de arriba
es la vida verdadera;
hasta que esta vida muera,
no se goza estando viva.
Muerte, no me seas esquiva; 50
viva muriendo primero,
que muero porque no muero.
Vida, ¿qué puedo yo darle
a mi Dios, que vive en mí,
si no es el perderte a ti 55
para mejor a Él gozarle?
Quiero muriendo alcanzarle,
pues tanto a mi Amado quiero,
que muero porque no muero.
ENSEÑA CÓMO TODAS LAS COSAS AVISAN DE LA MUERTE
ResponderEliminarMiré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.
Salíme al campo, vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados;
y del monte quejosos los ganados,
que con sombras hurtó la luz al día.
Entré en mi casa: vi que amancillada
de anciana habitación era despojos;
mi báculo más corvo, y menos fuerte.
Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en qué poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.
QUEVEDO